Besos

El pasado 13 de abril me percaté, a razón de las sensibleras publicaciones que se podían ver por aquí y por allá, de que se celebraba el Día Internacional del Beso. No indagué mucho, pero sí pude ver varias imágenes de escenas cinematográficas besuconas, algunas más dignas de devoción que otras. Y sin embargo, para mi asombro, no logré hallar ninguna publicación relacionada con la imagen que acudió a mi imaginación inmediatamente al asociar las palabras «cine» y «beso».

Tal y como nos sucede a todos cuando el otro interlocutor tiene a bien transmitirnos su superioridad vital y moral al verse en posesión del afortunado conocimiento no sólo de conocer la localización de la mejor ensaladilla rusa, sino de haberla disfrutado también, ¡oiga! Pues acudió a mí una sensación similar, al ver pasar ante mí imágenes de besos del cine, en algunas ocasiones de forma repetitiva (¡qué pesado Ryan Gosling!). Es entonces cuando me dije orgulloso «¡yo tengo una mil veces mejor!». Y me vi en posesión de un valioso conocimiento que debía transmitir al mundo. Deben disculparme esta postura tan humilde. He de reconocer que estoy seguro de que mucha muchísima gente está en posesión del mismo conocimiento, lo cual me alegra, pero por si acaso, yo lo escribo. Además, me llena de gozo recordar y volver a ver la escena la cual es objeto de este discurso.

Pero antes de pasar a mencionar dicha escena, demos un poco de contexto, hablemos de los besos. Simplemente, como sutil y modesto brochazo con pincel de un solo pelo. 

Está claro que en las raíces más profundas del beso subyace un origen biológico. Pero nadie va a negar que el ser humano le da un toque más picantón al asunto, en todos los sentidos. Dicen las malas lenguas (premio a la elocuencia jocosa) que el beso llega a Occidente a modo de importación, desde la India, como consecuencia de las invasiones de Alejandro Magno. No sé, Rick… Pero bueno, tenemos besos para todos los gustos y, al fin y al cabo, se dice beso francés y no indio (es más una gracia que un argumento a mi favor, pero qué se le va a hacer). Y digo que tenemos para todos los gustos, porque lanzamos besos al aire, besamos a nuestros parientes, a nuestros hijos, a nuestros objetos preciados, a nuestros seres no queridos (a modo socarrón), a nuestras mascotas, etc. En el beso influyen códigos sociales, instintos biológicos, culturales, religiosos y de diferente índole. Pero, en su uso mayoritario y en términos generales, un beso significa afecto y cariño (Judas fue una excepción). Y también podemos ir más allá y ponernos romanticones, si no, que se lo digan a Catulo en su famoso quinto epigrama:

Vivamos, Lesbia mía, y amémonos.
Que los rumores de los viejos severos
no nos importen.
El sol puede salir y ponerse:
nosotros, cuando acabe nuestra breve luz,
dormiremos una noche eterna.
Dame mil besos, después cien,
luego otros mil, luego otros cien,
después hasta dos mil, después otra vez cien;
luego, cuando lleguemos a muchos miles,
perderemos la cuenta, no la sabremos nosotros
ni el envidioso, y así no podrá maldecirnos
al saber el total de nuestros besos.

Un poco empalagosillo este Catulo. Pero ahora es cuando vuestro subconsciente os torpedea con la canción; ya saben a cuál me refiero: bésame, bésame mucho…

Y como he mencionado antes, un beso a nuestros animales favoritos denota un significado interesante, humano y humanizador del beso. Acudamos a una de las relaciones más entrañables de la literatura: Sancho y su querido rucio.

Sancho llegó a su rucio y, abrazándole, le dijo: ¿Cómo has estado, bien mío, rucio de mis ojos, compañero mío?
Y con esto le besaba y acariciaba como si fuera persona. El asno callaba y se  dejaba  besar  y  acariciar  de  Sancho  sin  responderle  palabra  alguna. (2015: 1111)

Y con ánimo de no alargar mucho más este insondable tema, llega el momento de revelar La Escena. La escena que me vino a la mente fue una de mis favoritas del cine, perteneciente a la gran obra Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore. Me parece, fácilmente, uno de los mejores homenajes que hay al cine, a la vida y al amor. Así que, por favor, os haríais un gran bien en acudir prestos a disfrutar de este gran filme si no lo habéis hecho ya, insensatos. Y si lo habéis hecho ya, es de esas pelis que merecen la pena ver más de una vez. 

La película está ambientada en una Italia rural, en un pueblecito, cuando se usaban los altamente inflamables celuloides para las películas. Allí abren un pequeño cine, que la gente del pueblo adora, pero por las características propias de la época el cura no permite que los besos de las películas sean mostrados, por lo que estas escenas son recortadas. Sin embargo, es al final de la película (alerta spoilers) cuando descubrimos que Alfredo, el proyeccionista del cine ha guardado las pequeñas escenas de besos y las ha juntado en una cinta, que regala de forma póstuma al protagonista, Totò. Y la escena en cuestión es cuando Totò se sienta en la sala de proyección y, aún sin saber el contenido de la cinta, la reproduce. La escena es un culmen de emociones, de recuerdos y una oda a la vida y al amor, formada por más de 50 besos de clásicos del cine, con el magnífico y precioso tema musical de fondo, a cargo de Ennio Morricone. Por aquí la dejo, queridas y queridos.

¡Vivan los besos!